miércoles, 16 de julio de 2014

Un río de cláxones

En ciertos países los cláxones de los coches no sirven para expresar peligro o protesta. No tienen ningún significado concreto, de hecho. Más bien cumplen una función fática. Algo así como “estoy aquí, te he visto y espero que me hayas visto porque las señales de tráfico son claramente insuficientes”. Los cláxones sólo constata que existe un canal de comunicación y por eso, su murmullo, compuesto de brevísimos pitidos, es constante: como los carraspeos en una conversación, como los “ahá” o las risas aprobatorias. 

Cebú es una isla alargada recorrida por un largo río de cláxones-carraspeo. La carretera principal une su mayor ciudad, Cebu City,  con los extremos septentrional y meridional de la isla. Pero cuando hablo de ciudad y cuando digo carretera principal, es difícil que un europeo imagine este tipo de ciudad o este flujo de vehículos desordenado. Aunque Cebú City, sí se parece bastante a un centro urbano, tal y como lo entendemos, no es posible determinar dónde acaba: las casas se siguen extendiendo a lo largo de esa carretera que hemos llamado principal, aunque tampoco resulte adecuado. El lugar donde me encuentro, Minglanilla, está claramente “fuera” de Cebú según la frontera estipulada y, sin embargo, de camino a la residencia, no pude saber en qué momento salíamos de Cebú o en qué punto comenzaba Minglanilla. En todo momento había viviendas que se amontonan en torno a esta carretera, sin plan urbanístico o autorización previa probable: como vegetación en torno a un ruidoso río. 

La misma carretera resulta también caótica y de algún modo “orgánica”. Mi expectativa occidental nota la ausencia de estándares, de normas a las que atenerse, de una velocidad límite por abajo o por arriba, aunque la segunda no sería necesaria: y es que en esta vía conviven lentamente coches, pequeños autobuses (multi cabs como los llaman), motos y bicicletas con sidecar y sombrilla, transeúntes que se arriesgan a cruzarla e incluso algún que otro animal. No existen carriles, cedas el paso, previstos o imprevistos. Sólo pi-pi, moc-moc, y espero que me veas. 

Frente el ruido y el desorden el lugar donde me alojo se me antoja como una especie de dique. El colegio Mary Help, justo al borde de la carretera, es una pequeña burbuja de jardines ordenados. Aquí los niños hablan inglés, visten sus uniformes blancos, caminan en fila y sólo sudan porque no les queda otro remedio. De vez en cuando, a lo lejos, se intuye el sonido de los cláxones (pi-pi, moc-moc) pero es el eco de un río muy muy lejano.

Para algunos de los alumnos, no obstante, este dique de contención es aún más poderoso que para otros: son las alumnas becadas o “outreach students” como las llaman aquí. Estas niñas proceden de las zonas pobres de un país pobre. Alumnas que no tienen ningún recurso, que en muchos casos viven en chabolas, que están malnutridas o que perdieron su no-vivienda durante el tifón Yolanda. Es posible que ellas, más que nadie, encuentren aquí su dique de contención. Una forma de enfrentarse a la corriente de la pobreza: gracias a la educación, la única forma de romper su poderosa inercia. 

Almudena M. Castro