Cuando regresé de Mozambique, tras la experiencia de voluntariado del primer año, la gente solía preguntarme muchas cosas, pero una de las preguntas más frecuentes era sobre las estaciones del año. Mi respuesta solía ser “de libro”, en base a lo que había leído: época seca y época de lluvias. El segundo año traté de investigar sobre el tema, para satisfacer la curiosidad de mis amigos y familiares, pero las respuestas que me daban por aquí no eran muy esclarecedoras. Ahora, cuando pasan más de cinco meses desde que regresé a Chiúre, os puedo decir que viví el tiempo de la naranja, el tiempo de la papaia, el tiempo de las mangas y, ahora, estamos a punto de comenzar el tiempo del maíz. A la vez, os puedo decir que yo, personalmente, vivo en un tiempo de constantes descubrimientos.
Otras veces son algo más pequeños: el sentido de algunas palabras en macua (la lengua local), una flor de madera que parecía tallada por un carpintero y resulta ser el fruto de un árbol típico de la ciudad de Nampula, los colores de las mariposas, las acacias (árbol símbolo nacional) que no dejan de dar flores de un rojo intenso...Esa capacidad de sorpresa ante las más pequeñas cosas, se la debo a una de las hermanas de la comunidad que me acoge. Bueno, la aprendí de niña, pero la olvidé, con ella la recuperé y también por ellas (por la capacidad e sorprenderme y por haber pasado tiempo cerquita de Irmá Cándida) también doy gracias.
Pero, además de los grandes y los pequeños, también están los “redescubrimientos”, es decir, cosas que ya consideraba importantes y que aprendí a ver con otros ojos. Es el caso de la lluvia, a la que aprendí a contemplar como una fiesta. Y es que, este año, todos miraban al cielo con impaciencia:la lluvia se retrasaba. Como os contaba, la mayoría de la población subsiste gracias a lo que cultiva y la ausencia de agua es sinónimo de tiempo de hambre. También traían esos malos augurios los mangos (llamados “mangas” aquí), que este año fueron muy abundantes. Cuentan que, cuando es así, cuando hay muchos mangos, es para aliviar el hambre que ha de venir.
Se hizo esperar, regó todos los pueblos vecinos (llegando incluso a causar estragos por su fuerza) ignorando nuestro Chiúre, pero por fin llegó. Fue un domingo. Me habían invitado a pasar la tarde en una casa de un barrio un poco distante cuando comenzó. Primero, tímidamente, después con muchísima fuerza. Lejos aún de mi destino, aunque ya en el corazón del barrio, decidí refugiarme en la entrada de otra casa. Y allí fue cuando comenzó la fiesta: por todas partes aparecían niños y niñas, casi desnudos, corriendo para buscar las improvisadas duchas que se creaban en los tejados que recogían el agua, donde tomar baño y jugar un rato; mujeres ataviadas con sus capulanas, cargadas de todo tipo de recipientes en los que guardar ese tesoro que el cielo regalaba; familias enteras, desafiando el frío para dejarse bendecir por el agua y, por encima de todo, la alegría en los rostros de todos ellos. Lo más bonito de todo? Compartir esa alegría, vivirla como mía también, reír, cómplice con ellos y dejar que también el agua me regara.
Os dejo por ahora, con el deseo de que, estéis donde estéis encontréis siempre motivos por los que asombraros del mundo y dar gracias por la belleza de la vida. También con la promesa de volver a escribir y contaros las mejores sorpresas que son aquellas que me brindan las personas, que al fin y al cabo, son el motor de mi vida por aquí. Un abrazo enorme desde este pueblo de Mozambique llamado Chiúre.
Miriam. Voluntaria
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